A principios de marzo de este año, el covid-19 parecía un problema distante, más cerca de los reportes internacionales que de nuestra realidad inmediata. Sin embargo, el 11 de ese mes la Organización Mundial de la Salud (OMS) lo declaraba como una pandemia. La dimensión estaba cambiando, y el cuidado empezaba a gravitar de una manera diferente.
El 15 de marzo Paraguay aplicó el aislamiento obligatorio. El 19 se decretó en Argentina. En Uruguay, hubo suspensión de actividades masivas, de clases presenciales, y se recomendó no salir de las casas.
En ese contexto, el equipo ejecutivo del Fondo de Mujeres del Sur (FMS) se mudó íntegramente al trabajo en línea. Desde allí, fuimos readaptando nuestras agendas: tuvimos que suspender viajes y encuentros presenciales, y modificar las estrategias de implementación de programas. Nos contactamos con todas nuestras organizaciones copartes, que nos fueron compartiendo el modo en que la pandemia y las medidas para prevenirla las afectaban de manera particular. Eso nos permitió evaluar conjuntamente cómo actuar ante la emergencia y cómo adaptar los proyectos que ya estaban implementándose, para responder de mejor manera ante este nuevo y desafiante contexto.
Hoy, todo lo que fue antes de la pandemia, forma parte de una realidad que quedó atrás, porque también cambió nuestra manera de percibir el tiempo. Ahora enfrentamos preguntas y desafíos sobre cómo habitar una nueva normalidad que apenas se está gestando.
Como fondo de mujeres, las consecuencias de este momento son palpables y cercanas. Las organizaciones a las que apoyamos y con las que trabajamos están compuestas y lideradas por mujeres y personas LBTIQ+, migrantes, trabajadoras de sectores informales, negras y afrodescendientes, indígenas, campesinas, jóvenes y de sectores urbanos marginalizados. Son mujeres y personas LBTIQ+ históricamente expuestas a distintas violencias estructurales.
Hoy, esas violencias se profundizan, porque esta situación extraordinaria vino a acentuar las desigualdades que ya existían. Trabajadoras domésticas remuneradas que al no estar registradas no cobran; defensoras ambientales que no disponen de tecnología y quedan aún más aisladas, o a quienes les falta agua para sus cultivos y entonces escasea la comida; mujeres jóvenes, mujeres trans que viven del trabajo informal y precarizado y se quedan sin fuente de ingresos; mujeres migrantes que quedan al margen de las ayudas estatales; mujeres de sectores empobrecidos con recursos materiales escasos para implementar las recomendaciones de prevención del contagio; mujeres a quienes les suspenden las prestaciones de salud en nombre de la emergencia, y el preocupante aumento de la violencia por razones de género hacia mujeres, niñxs y personas LBTIQ+, especialmente al interior de los hogares.
Frente a estas realidades acuciantes, muchas de nuestras copartes respondieron con creatividad y prontitud admirables. Hay organizaciones que articularon líneas telefónicas de apoyo y contención a personas en situación de violencia o el acceso rápido a refugios; redes de distribución de alimentos y elementos de higiene personal para sortear las necesidades más inmediatas de compañeras en mayor situación de emergencia social; mujeres migrantes que tradujeron a lenguas indígenas las cartillas de salud; otras que sostuvieron los acompañamientos para garantizar el cumplimiento efectivo de los derechos sexuales, reproductivos y no reproductivos, así como las que continuaron con procesos de incidencia para resguardar los derechos sociales, ambientales y económicos de las mujeres y sus comunidades.
Sabemos que las emergencias suelen ser ocasiones que acentúan las violaciones a los derechos humanos y la violencia institucional. Es clave que juntas defendamos las conquistas históricas de los movimientos de mujeres, de la diversidad, ambientalistas y sociales. Por otra parte, también sabemos – como resumió ejemplarmente la académica argentina Dora Barrancos en una conferencia sobre violencia y pandemia – que este contexto “dejó al rojo vivo las circunstancias que exigen un nuevo pacto de la humanidad, un pacto orientado a erradicar tanto la desigualdad social como la desigualdad de género”.
Hagamos visible el trabajo de las mujeres que están en la primera línea: poniendo el cuerpo en los hospitales, en los barrios, en las casas, en los territorios amenazados por políticas extractivistas o de monocultivo; apostemos por la filantropía feminista y repensemos la distribución de la riqueza en nuestro planeta; pensemos en la posibilidad certera de sociedades más igualitarias.
La apuesta política por fortalecer la labor de las organizaciones es hoy más importante que nunca. Porque las redes que se construyen desde los movimientos sociales y feministas son poderosas y vitales, y seguir trabajando por ellas es una manera fundamental de cuidarnos colectivamente, en el presente y hacia el futuro.